martes, 18 de septiembre de 2007

Terrorismo de género

Era una mañana gris de mediados de Octubre, de esas que huelen a ropa de invierno después de sacarla de su largo periodo de vacaciones en cajones, a suavizante con un ligero toque de naftalina. En Ciudad Capital todo había recuperado su ritmo después de un septiembre duro en el cual las rutinas te persiguen hasta que vas que cogiendo el punto al horario y a los atascos de las horas punta. Eva vivía en un barrio trabajador, de color marrón y verde como los bosques de ladrillo y toldos, con ropa mojada colgando de los balcones dando un pálido colorido marginal, con un olor agrio mezcla de la ollas hirviendo con las distintas comidas, junto el hedor de la basura acumulada en los contenedores y el orín de perros y borrachos que regaban las aceras abandonadas como vestigios de una antigua civilización. Un barrio de los primeros en despertar justo cuando la madrugada muere y empieza a nacer el día. La gente trabajaba en obras distribuidas por toda la periferia, ya que la ciudad había crecido mucho en la última década. Había pasado de ser una ciudad que dependía del centro a los nuevos barrios exteriores, muy caros, que eran cuadrículas perfectas como las hojas de un bloc de colegio. 
Este último mes era dramáticamente distinto a los demás, la crisis del ladrillo había ocasionado profundas heridas en la zona, con el noventa por ciento de la gente sin trabajo. Esa mañana Eva había dejado a su hijo Paco en el colegio, y se dirigía a realizar la compra de la semana acompañada de su hija de diez meses Ana. Abrió la ligera puerta de marco de aluminio y cristal opaco de la tienda del barrio, zona de encuentro y cuchieos sobre todo lo que pasaba a unas y a otras vecinas. Eva cogió un carro y sentó a Ana en la silla destinada a los niños pequeños. Al ser lunes, la nevera agonizaba vacía en su casa por le que se disponía a realizar la compra de la semana. Fue pasando de forma hipnótica por todos los pasillos, cogiendo productos básicos y baratos, huevos, carne, pasta, harina, pan…. Nada de lujos, y consultando todos y cada uno de los precios. Francisco, su marido, llevaba un mes en paro, no encontraba trabajo. La obra sucumbió definitivamente y su marido con ella. Se levantaba tarde, de muy mal humor y se marchaba.
—Salgo a buscar curro.
Decía con voz casi apagada y sin mirarla a la cara, pero la realidad era que se iba al bar a beber el poco dinero que el paro le pagaba. La madre de Eva le dejaba dinero, fue duro aceptarlo pero era eso o ver como pasaban hambre sus hijos. El dinero lo guardaba en un cajón, debajo de su ropa interior, e iba cogiendo lo estrictamente necesario para comprar comida.
Llegó a la caja, puso todos los productos en la cinta transportadora y la cajera los fue pasando uno por uno por el lector de código de barras, el soso pitido hundió a Eva en un pensamiento vacío.
—Son setenta euros— dijo Luisa la cajera de la tienda— este Eva ¿te pasa algo? 
—No— contestó saliendo de su pensamiento— No, me había quedado empanada.
Sacó su monedero lo abrió y un escalofrío le sacudió. Estaba vacío.
—Oye Luisa, se ve que me he dejado el dinero en el otro bolso, ¿te importa si me lo llevo y te lo pago esta tarde cuando venga de recoger a Paco? 
—Hay Eva, vaya cabecita tienes, no hay problema dejo aquí una nota y ya está— le dijo guiñándole y sonriéndole.
Eva mostró una mueca parecida a la de una sonrisa, pero en realidad era terror. Si no tenía dinero en el monedero era porque lo había cogido Francisco y eso significaba que había descubierto que le escondía dinero a su marido, lo que pondría muy furioso a éste.
Corrió a su casa tiró las bolsas en la cocina y fue a su habitación, abrió el cajón de la ropa interior y sintió un descomunal vacío. Toda sus braguitas y sujetadores estaban revueltos y no había rastro de dinero, se sentó en la cama miró al techo quería gritar, abrió la boca pero no emitió sonido alguno, solo rompió a llorar. En ese momento la puerta de su casa se abrió, y Eva empezó a temblar de terror. Su marido cambió justo después de casarse, pasó de ser un alegre joven a un agresivo hombre, con un nauseabundo hedor a tabaco y alcohol y una permanente barba de tres días. Entró en la habitación.
—Hola mi esposa— dijo haciendo especial énfasis en la palabra mi— yo creía que un matrimonio lo compartía todo, que no habían secretos—. Su voz sonaba rota, por la bebida y otros excesos de los que Eva se imaginaba pero no quería reconocer.
—Lo siento mi vida— contestó rompiendo a llorar— lo siento…
En ese momento Francisco lanzó un brutal guantazo en el pómulo izquierdo de Eva que la tiró de la cama, Eva empezó a gritar de dolor ala vez que lloraba, llanto que se unió con el de su hija que esperaba sentada en el carrito que dejó en la cocina con las bolsas y al oír el ruido y los gritos se asustó. Francisco saltó la cama y cayó encima de Eva, la asió con sus dos manos del cuello y la estampó contra el suelo.
—¡Que sea la última vez que me escondes dinero maldita puta! ¡Me oyes! 
Eva empezaba a notar como le faltaba el aire y empezó a marearse, tenía mucho miedo por lo que sin darse cuenta se orinó encima. Francisco vio el charco de orín que se formó en el suelo, la soltó y se marchó de la casa mascullando insultos, Eva se quedó sangrando por la boca, con un pómulo inflamado y manchado de meados en el suelo llorando desconsoladamente. Al oír a su hija llorar se levantó y sollozando se dirigió a la cocina, la cogió en brazos se la acercó al pecho y lloraron juntas.
Sonaba la campana del colegio y Paco salía de clase corriendo como cualquier chaval de diez años, vio a su madre y fue a darle un abrazo, pero se paró justo delante de ella boquiabierto.
—Mamá, ¿qué te ha pasado?
Su madre al ir a contestarle se le hizo un nudo en la garganta y se le escaparon unas lágrimas. La profesora de Paco llevaba en la mano el estuche de colorines de éste y se acercó para dárselos.
—Paquito tienes la cabeza en las nubes— miró a Eva y se le escapó— ¡Dios santo bendito!—. Asió a Eva por un brazo y se la llevó a su despacho.


El despacho de Marina era austero, olía a limpio y tenía una estantería con los libros del curso de Paco y varios sobre pedagogía. En la pared colgaba la orla de graduación de su año y su título, así como un cuadrante de las clases.
—Tu marido te ha pegado ¿no esa así?— dijo con tono serio la profesora.
Eva negó con la cabeza intentó articular palabra pero lo único que pudo emitir fue un sollozo que terminó en un profundo llanto.
—Cálmate Eva— se levantó de su silla y la abrazó— tienes mucha ayuda, por parte nuestra, de tus amigas y de las corporaciones, tienes que ir a comisaría y allí te ayudaran. Ves a la Zonal Centro y habla con Rosario, ella es jefa del grupo de mujeres maltratadas, dile que vas de mi parte, estudiamos juntas la carrera, solo que ella se decantó por una enseñanza más dura-. Le guiñó un ojo y le sonrió.


Había empezado a llover, era típico en esa época del año, hacía viento lo que provocaba que llevar paraguas fuese totalmente nulo, llegó a la puerta de la comisaría en la que había un hombre mayor en la puerta con el uniforme bastante desgastado, con un anorak mal abrochado y maldiciendo entre dientes aquel nefasto tiempo y el frío que hacía.
—Hola buenos días agente, quiero hablar con Rosario, de las mujeres maltratadas.
El policía le miró de arriba de abajo y le espetó en tono seco
—Siga por aquel pasillo y la segunda puerta a la derecha.
Eva entró por el pasillo y cuando llegó a la puerta levantó la mano para llamar pero se quedó inmóvil. Tenía miedo, miedo por lo que iba a hacer, por lo que podría pasar, ¿le quitarían los hijos?, ¿se quedaría sin casa?, ¿Qué le pasaría a Francisco, iría a la cárcel? Esa idea la espantó, Francisco le había pegado, si cierto, pero no merecía ir a la cárcel, no sobreviviría en ese mundo, bajó la mano dio media vuelta y se dispuso a marcharse llorando.
En ese momento una chica joven, de unos treinta y tantos, alta y con porte altivo pasaba por el pasillo, se quedó mirando a Eva vio el pómulo hinchado y le extendió su brazo por el hombro.
—Ven conmigo, ya no te volverá a pegar más.
Entraron en su despacho, era el de las mujeres maltratadas, un despacho pequeño, con las paredes pintadas en un color marfil desgastado, con un corcho pegado en la pared lleno de papeles de juzgados y escritos internos indescifrables.
—Cuéntame todo desde el principio, empecemos por tu nombre, yo soy Rosario, soy inspectora de policía y jefa del grupo de mujeres maltratadas.
Su voz era suave y cálida, y emanaba seguridad por todos sus poros.
—Hola, soy Eva, y vengo de parte de Marina, la profesora de mi hijo.
Eva hablaba entrecortadamente, como aguantándose las lágrimas.
—Ah, Marina, mi buena amiga, hace tiempo que no la veo, a ver si quedo con ella, bueno Eva cuéntame. 
—Bueno, la verdad, es que no se muy bien como empezó todo, ha sido muy gradual, casi imperceptible, Francisco era un buen muchacho, alegre y seguro de si mismo, eso fue lo que me atrajo de él. Nos casamos a los tres años de conocernos y todo iba bien, no íbamos muy sobrados pero no pasábamos hambre. Cuando nació Paco él estaba muy feliz, era su primogénito pero conforme se haciendo mayor y necesitando ropa y zapatillas la cosa empezó a ir peor, mi marido llegaba muy enfadado a casa y ni si quisiera me saludaba, incluso un día comiendo paco, mi hijo empezó a cantar una canción de unos dibujos animados que le gustaban, mi marido le gritó que se callara y el niño empezó a llorar, Francisco lo cogió por las axilas lo levantó de la silla y le gritó que callara, consiguiendo que llorara con más fuerza, con lo que le pegó un fuerte guantazo en la cara haciéndole una brecha en la ceja. Yo me asusté mucho me quedé helada, jamás pensé que mi marido fuera capaz de hacer cosas así.
—Ya, Eva quieres un café, una tila, lo que quieras— comentó Rosario en tono afable mientras iba escribiendo todo lo que decía Eva.
—Un café me irá bien gracias.
Sorbo a sorbo le fue contando todo, desde como le iba minando la moral día tras día, descalificándola delante de amigos, y arrancándole cualquier tipo de ilusión que pudiera tener. Lo peor de todo era el miedo, el terror que había plantado en su alma y crecido sus raíces en ella. Eso es lo peor que le puede pasar a una persona, un pánico psicológico, cada vez que en la calle escuchaba a alguien decir el nombre de su marido temblaba, cuando se cruzaba en su olfato el olor de su pareja su corazón latía de miedo a más no poder, tan solo ver un coche parecido le flaqueaban las piernas. Eso era algo que Eva sabía jamás olvidaría, el resto de su vida tendría que vivir con ello, era su maldición.
Salió de la comisaría un poco esperanzada, todo había sido buenas palabras, tenía multitud de números de teléfonos y estamentos oficiales que le ayudarían, no pasaría hambre porque su marido les pasaría una pensión y las corporaciones locales le ingresarían todos los meses en su cuenta una ayuda, pero no sabía que le pasaría a Francisco.
Cuando dobló la esquina de la calle que llevaba tras unos cien metros a su portal vio un coche de la policía en la puerta, y algo en su interior la hizo la estremecer, se abrió la puerta y observó como dos agentes salían de ella con su marido esposado, el la vio y la miró fijamente, Eva cayó al suelo al sin fuerzas, la mirada de odio de Francisco la fulminó de inmediato.
—Eva, Eva ¿qué te ha pasado?— dijo juana, la dueña de la frutería en la cual Eva se había desmayado en la puerta.
—Nada, estoy bien, debe ser una bajada de azúcar o algo parecido.
Intentó esbozar una sonrisa pero no lo consiguió. Juana miró hacia su portal y comprendió todo de inmediato.
—Tranquila Eva, sabes que estamos todas para ayudarte en lo que sea. Y en ese momento un círculo de vecinas que se habían congregado a observar lo sucedido explotaron aplausos y vítores hacia ella.


Eva entró en el juzgado número dos de Ciudad Capital, cuando la llamó Rosario, la jefa del grupo de mujeres maltratadas para avisarla de que debía asistir a juicio para declarar contra su marido, se vino a bajo, no tenía fuerzas para enfrentarse a ello.
—Hola buenos días Es usted Eva Fernández garcía, ¿verdad?— Ella asintió—¿Jura usted decir toda la verdad?
—Si.
Su voz era un hilillo, casa inaudible y quebradiza por el llanto.
—En este momento queda usted advertida de que cualquier testimonio falso es tenido en cuenta como delito, que empiece el juicio.
La sala era grande, perfectamente cuadrada y con unos grandes ventanales por los que irradiaba la luz del exterior, ese día era luminoso aunque unas lejanas nubes amenazaban con derramar tormenta. Detrás de Eva había una hilera de diez bancos donde se podía sentar la gente, en el primero estaban sentados ella y un abogado específico para los temas de violencia de género. Delante de ella había una mesa en forma de u, en al parte de su izquierda estaba un señor, del cual más tarde supo que era el abogado de su marido, en al parte frontal había un señor mayor, de unos sesenta años, el cual era el juez, junto con una mujer joven de unos treinta y cinco años que no paraba de escribir en el ordenador todo lo que se decía. En al parte de su izquierda estaba una señora, su abogado le dijo al oído que era la fiscal.
El juicio fue largo, con muchas preguntas personales, sobre su relación con Francisco, sobre el tipo de insultos, sobre las palizas, si eran fuertes, si consumía alcohol o drogas y lo más duro, sobre si su marido la forzaba a mantener relaciones sexuales con él. Tras varias horas ella salió fuera, supuso que entraron a su marido por otra puerta porque su abogado siguió dentro bastante tiempo.
—Bien Eva— dijo el abogado saliendo de la sala resoplando por el cansancio—Francisco te va a pasar todos los meses 600 euros para ti a para tus hijos, se que es poco pero él ahora mismo está parado y no tiene más ingresos que la ayuda de desempleo, además te ha sido concedida la custodia de tus dos hijos, así como una ayuda del ayuntamiento de 300 euros mensuales. Tu marido tiene terminantemente prohibido acercarse a ti, y ponerse en contacto contigo por ningún medio, ni telefónico, ni Internet, ni siquiera a voces desde la calle, tiene una orden de alejamiento sobre ti de cien metros, por lo que si lo ves debes llamar inmediatamente a la policía. Francisco puede ver a vuestros hijos los fines de semana alternos, los cuales deberás de dejar en el punto de encuentro de la calle Pescadores los sábados a las nueve de la mañana y recogerlos los domingos a las siete de la tarde. Bueno Eva enhorabuena y cualquier problema me llamas.
Para Eva todos esos datos era demasiada información de golpe, no sabía si aquello era bueno o malo, salió del juzgado y fue al colegio a recoger a Paco, le daba pena observar a su hijo y ver la situación en la que lo había puesto, no vería más a su padre, solo los fines de semana y en un lugar extraño para él. Mientras se dirigían a casa no paraba de pensar en si había hecho bien en denunciar a su marido, no estaba segura, acostó a los niños y se metió en la cama. Era la primera vez desde que se casó que tenía toda la cama para ella sola, la sintió fría, empezó a echar de menos a Francisco, no conseguía dormir, daba vueltas y vueltas pensado en todo lo sucedido, sentía pena por él, ¿dónde estaría ahora?, no tenía casa, ni dinero, no sabía si estaría durmiendo en la calle. 
El sonido del portero automático la despertó, había conseguido conciliar un breve sueño, miró el reloj, eran las cuatro y media, se puso la bata metió los pies en las zapatillas de estar por casa y con la voz rota por el sueño y el cansancio descolgó el auricular. 
— ¿Quién es?
— Eva, soy yo— hubo una pausa—Paco.
Se quedó petrificada, no sabía que hacer, el no podía estar allí, se la habían prohibido, pero ella no sabía que hacer.
— Perdona cari, se que no tendría que estar aquí pero es que…— empezó a sollozar— es que, no te imaginas por lo que he pasado, me metieron en un calabozo atestado de extranjeros, no podía salir a orinar, me lo tuve que hacer encima,¿sabes? ¡encima!—gritó.
— Yo… lo siento, no era mi intención… no sabía
—Pero no pasa nada— la interrumpió— yo te perdono, quiero seguir contigo y con nuestros hijos— seguía llorando— ser una familia normal, se que he hecho cosas muy malas, pero quiero que empecemos de nuevo, abre por favor, Eva, por favor.
No sabía que hacer, era su marido, estaba en la calle y lo estaba pasando mal, levantó lentamente la mano y pulsó el botón que abría la puerta de la calle. Su marido entró y se quedó mirándola.
— ¿Por qué lo has hecho?, yo os quería, ¡os quería joder!
Su marido gritaba y estaba muy nervioso, lo que hizo que ella rompiera a llorar.
—¡Cállate o despertarás a nuestros hijos!— volvió a gritarle.
—¿Es que no lo entiendes?— contestó Eva— no podía hacer otra cosa, tu me pegabas, así no íbamos a ninguna parte.
—Pero podíamos haberlo hablado antes, joder, y no meterme donde me has metido, tu no sabes lo que es pasar una noche encerrado con gentuza, ¡No lo sabes! Ostia.
Se acercó a Eva y levantó la mano.
—¿me vas a pegar? Valiente, ¡pégame!, venga pega a una mujer valiente.
Francisco le pegó un fuerte puñetazo que la tiró al suelo sangrando por la boca, le había roto la nariz, en ese momento salió su hijo Paco de la habitación y al ver la escena empezó a llorar y abrazó a su madre.
— Que le has hecho a mis hijos, les has comido la cabeza para que no me quieran verdad, eres una maldita puta.
Se dirigió a la cocina y cogió un cuchillo, se abalanzó sobre su mujer y se lo clavó con fuerza en el pecho, Eva sintió un frío que penetró en su pecho, fue directo al corazón, se le pusieron los ojos en blanco y se quedó inerte. Paco al ver esto se desmayó de terror. Su hija Ana se despertó y empezó a llorar. Francisco miró sus manos llenas de sangre y a su mujer muerta en el suelo.
—Dios mío, que he hecho.
Cayó de rodillas al suelo y empezó a llorar sordamente, el llanto de su hija se le metía en el cerebro como echándole en cara su culpabilidad, se dirigió a la habitación cogió y cogió al bebé.
—¡Cállate! Joder, ¡Cállate!— gritaba agitándola bruscamente.
Ana calló, la había desnucado al agitarla tan bruscamente, Francisco miró a su alrededor y vio lo que había hecho, se hundió, no sabía que hacer. Solo sabía que para lo que había hecho solo existía un castigo. La muerte. Abrió las botellas de gas, la de la cocina y la del calentador, las dejo un buen rato, el olor a gas era ya insoportable, sacó un mechero de su bolsillo.
—Papá, dijo su hijo recuperándose del shock, ¿por qué lo has hecho?
Su padre le miró con una lágrima resbalándole por la mejilla y le contestó.
—Lo siento hijo mío, lo siento— Encendió su mechero.